16 de noviembre de 2024

AMEBA

Nadie puede hablar bien, a menos que entienda rigurosamente su tema.
                                                                                Cicerón

¿Le creemos al Presidente?

Hay discursos que perduran por su significado y por lo que provocaron. El de Martin Luther King, por ejemplo, ese donde tuvo un sueño en el que negros y blancos podían coexistir pacíficamente, puede ser un ejemplo. Aún hoy, cuando sigue habiendo mucho que hacer al respecto (Ferguson Missouri muestra una llaga que no ha terminado de cerrar), se puede afirmar que gracias al Dr. King y ese discurso, la vida de los afroamericanos en Estados Unidos ha cambiado al grado de  decir que ya pusieron un Presidente en la Casa Blanca. A la larga, la retórica funcionó y el discurso quedó para la posteridad como un recuerdo que hay que evocar, sobre todo en estos momentos en que un sistema no entiende que  no estamos en los años sesenta y un policía no puede dispararle a un adolescente, de cualquier raza,  desarmado.

Por otro lado están los no tan memorables, los del día a día. Fidel Castro, por ejemplo,  tiene una cantidad infame de discursos de este tipo, algunos más largos que un día sin pan, donde lo impactante no es la duración de la alocución del Comandante, si no que haya gente que los escuche completos. Y es que en la esencia del líder está la capacidad de aventar verbo, la forma de seducir a las masas hambrientas de guía.

Lo cierto es que el discurso es la principal herramienta del político y en México no es la excepción. Detrás de los discursos siempre está la intención de comunicar, de proponer una postura, de calmar los ánimos en tiempos aciagos o de justificar un sueldo (digo, si se les paga tan bien a los políticos, lo mínimo es que sepan hablar bonito aunque no hagan bien su trabajo). Otras veces el objetivo es manipular. Con un buen discurso se pueden cambiar criterios, unificar opiniones en pro de un objetivo en común. Solo hay que hablar bonito (generalmente con palabras rebuscadas que mucha gente no entienda, pero que hace como que entiende). Así, nuestros políticos nos han entregado joyas que luego los analistas describen como discursos magistrales, grandes faros de luz que nos guiarán en épocas de oscuridad, como si con palabras se resolviera lo que no se resuelve con acciones. Hay  que decirlo, utilizado por los políticos, el discurso generalmente no resuelve mucho, y típicamente deja más preguntas que respuestas.

En este marco del discurso es como el Presidente pretende aclarar las aguas revueltas. Ante el desorden, había que imponer orden y unas bonitas palabras, a su parecer, no caen nada mal. Es como ese minuto de descanso que tienen los boxeadores entre cada round, una forma de agarrar aire, de esperar que baje el ritmo del contrincante. En esa retórica que caracteriza a los herederos de la Robolucion, nos regala un decálogo de propuestas que lejos de calmarnos nos trae más dudas: Si en una emergencia se llama al 911 va contestar la policía, pero, ¿qué se hace si es precisamente la policía la que está cometiendo el delito?…Si van a desaparecer las policías municipales y un ayuntamiento puede ser disuelto por nexos con el crimen organizado…como se garantizara la verdadera autonomía de los municipios?…de que va a servir cambiarle el uniforme a la policía si los elementos, y el modus operandi va a ser el mismo?

En sus discursos, Díaz Ordaz hablaba de Justicia y orden y el 68 es un herida que sigue doliendo; en los 70’s López Portillo dijo que defendería el peso como un perro y la economía degeneró en una de las peores crisis en la historia de México. En los 90’s Carlos Salinas nos dijo que íbamos directo al Primer Mundo y seguimos sin poder salir del tercero; Y en el sexenio pasado Felipe Calderón afirmaba que la guerra contra el narco era necesaria, que habría bajas pero a la larga rendiría frutos (parecía parafrasear a lord Farquaad de Shrek: –…sé que algunos morirán, pero es un sacrificio que estoy dispuesto a aceptar-), y la violencia es un lastre que parece no terminar.

¿Por qué habría que creerle al Presidente ahora? Sobre todo si las promesas son las mismas: las del “bienestar para la familia”, las del “arriba y adelante”, las de las campañas políticas, las que siguen eternamente sin cumplirse. Las que históricamente han mostrado que son incapaces de realizarse. ¿Porque no nos queda de otra? Quizá lo más eficaz no sea hacer un recuento de lo que se debe de arreglar, eso ya lo sabemos, si no decirnos como se va a arreglar y al final arreglarlo.

Las palabras se desvanecen en el momento en que se pronuncian. Lo que en verdad permanece es lo que se hace.

Y de eso no se ve nada en el horizonte.

 

Saul Mendoza

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