28 de marzo de 2024
Un videoclip causó la detención y multa al cantante mexicano Gerardo Ortiz, acusado de "apología al delito" por las escenas de asesinato y tortura a la actriz que finge ser su pareja.

Internacional 16 de diciembre de 2019.- La violencia machista ya puso en apuros a un cantante mexicano, detenido por «apología al delito», pero, ¿qué refleja la estética de industria musical latinoamericana signada por géneros como el reggaetón?

Un videoclip causó la detención y multa al cantante mexicano Gerardo Ortiz, acusado de «apología al delito» por las escenas de asesinato y tortura a la actriz que finge ser su pareja.

El episodio sienta un precedente en un país como México que en 2013, según las cifras del Instituto Nacional de la Mujer, tuvo una tasa de siete feminicidios al día por razones de género. Sin embargo, Ortiz no es el primero ni el último que, con su música, violenta a las féminas: En Latinoamérica, ese mismo mensaje toma forma de baile pegajoso, de ritmo irresistible que no se baila, se «perrea».

Se trata del reggaetón. Un rápido vistazo a la red dice que la etimología de la palabra viene del reggae jamaiquino y el sufijo «tón», que desde el Río Grande hasta la Patagonia, alude a algo grande. Así, el género se ha vuelto una pandemia que contagia caderas y cualquier extremidad con un ritmo entre 90 y 120 pulsaciones por minuto, ideal para que los ejecutantes desplieguen sus instintos más atávicos.

«Si sigues con esa actitud voy a violarte«, dice una de las tantas letras del reggaetón, infaltable en casi cualquier fiesta, discoteca o jornada de limpieza dominical en las viviendas latinoamericanas, lo que hace que muchos se cuestionen el por qué del triunfo de un género que puso de moda el «blimbineo latino». 

Más realidad que ficción

«El reggaetón es absolutamente pegajoso», reconoce Marianny Sánchez, investigadora del grupo Espacialidades Feministas de la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia, «y triunfa porque no muestra nada nuevo, nada que no exista. Toma un fenómeno social que es el machismo y le da forma de música, de entretenimiento, de producto que la gente consume y aplaude sin postura crítica».

Para la profesora universitaria, el reggeaeton sólo le pone ritmo a la violencia cotidiana que viven millones de mujeres en la región y exalta «una manera de vinculación» común en el imaginario latinoamericano, que también implica la cosificación del cuerpo femenino: «No defiendo esa narrativa pero sé que lo que aparece en un video o lo que dicen muchas letras ocurre en la vida real. No hay una escisión con la ficción».

En abril de este año, un informe de la Organización de Naciones Unidas (ONU) alertó sobre el incremento de los feminicidios y otras formas de violencia contra la mujer, que no sólo se multiplican sino que cada vez son más impunes. La directora de ONU Mujeres para las Américas y el Caribe, Luisa Carvalho, destacó en esa oportunidad que la justicia se aplica en apenas 2% de los casos de agresión.

De los 25 países del mundo con mayores tasas de feminicidio, 14 están en América Latina y el Caribe, encabezados por El Salvador, Honduras y Guatemala, refiere Telesur.

¿Beat feminista?

«Los cantantes se valen del machismo porque no pueden alcanzar la seducción de una mujer con sus palabras, por eso las agreden, las presentan como sumisas a través de su discurso», opina Saúl Escalona, autor del libro De la salsa al reguetón, un fenómeno social, entrevistado en ÉpaleCCS.

Aunque el especialista dice que los cantantes de reggaetón han diversificado sus letras hacia una vía más «romántica», en el sustrato de las líricas persiste la violencia machista. En eso coincide Sánchez quien, sin embargo, considera que el combate a ese mensaje no puede darse desde las academias o los salones de clases sino a través de los mismos medios «para poder desestigmatizarlo, para entender que la violencia contra la mujer es un problema de salud pública como el hambre».

Pero el beat, heredero del dembow jamaiquino, el rap y el hip-hop, también tiene sus defensoras mujeres. La cantante Ivy Queen, en su tema Yo quiero bailar, reivindica su derecho a sudar en la pista: «y eso no quiere decir / que pa’ la cama voy (…) porque yo soy la que mando / soy la que decide cuando vamos al mambo». ¿Pero eso basta?

Cuestión de clases

El reggaeton, cuyos orígenes se debaten entre Panamá, Puerto Rico y República Dominicana, ha extendido su dominio en la última década a Estados Unidos y países de Europa como España, este último colonizado por el ritmo latino que lidera las preferencias en Spotify por encima del pop y el rock indie, refiere El Economista.

Pero no todos admiten que lo disfrutan. El contenido de las líricas, independientemente del pegajoso ritmo, despierta el prejuicio de ciertos grupos sociales. Para Sánchez, esa actitud es la misma que asume alguien que «le gusta el efecto de la marihuana pero le avergüenza decirlo porque el reggaetón está mediado por una categoría que es la clase, el estatus».

En una entrevista ofrecida al diario El País, el musicólogo Víctor Lenore, advierte que ese señalamiento contra el reggaetón está permeado por el clasismo: «Pienso que es una música machista, pero no más que Dylan, Serrat o Sabina, que reducen a la mujer al papel de musa o de alivio nocturno (…) Que se hable de machismo en el reggaeton y no en los Rolling Stones habla a las claras de quién es la clase dominante, ya que letras como Under my thumb o Brown Sugar, apología de la violación de esclavas, son cimas del machismo cultural». 

«Lo escucho por diversión. No me parece música educativa ni de buen ejemplo, pero las veces que la escucho es por relajo», dice Roberto Martínez, un joven venezolano estudiante de derecho, quien no duda en afirmar que la influencia de ese género en los jóvenes ha sido «para mal».

Para Sánchez, esa vergüenza «no es por el contenido sino por los usos y escenarios en que se consume el reggaetón», a saber: los sectores populares e históricamente marginados que aspiran la vida de gánster de la que alardean los exponentes del «sandungueo».

Por eso, insiste, deben aprovecharse las irrupciones mediáticas, como la detención del cantante mexicano Gerardo Ortíz por el video en que simula un feminicidio, para debatir sobre la violencia de género que habita en el terreno simbólico, en este caso, en la música.

«Ese mensaje ya está, es parte de lo que somos, sólo que la industria musical le da forma, lo fetichiza, lo muestra como una caja negra. Hay que ver cómo nos aproximamos para preguntarnos qué tan parte del problema y la solución somos, y de qué manera es posible revertir ese ejercicio, más allá de señalar a los medios como los únicos responsables de promover la violencia», sostiene. 

Nazareth Balbás

Fuente: actualidad.rt.com