Pídele a cualquier niño occidental que dibuje una bruja probablemente el resultado será una imagen conocida: muy posiblemente una fea bruja nariguda con un sombrero puntiagudo sobre una escoba o revolviendo un caldero. ¿De dónde salió esta imagen?
Tijuana B.C. (Agencias) 22 de diciembre de 2014.- La respuesta es más impresionante y compleja de lo que podría pensarse, como descubrí cuando visité una exhibición en el Museo Británico de Londres que explora la iconografía de la brujería, titulada «Brujas y cuerpos malvados».
Las brujas tienen una historia larga y elaborada.
Sus predecesores aparecen en la Biblia, en la historia del rey Saúl que consulta a la así llamada «bruja de Endor». También aparecen en el período clásico en la forma de «estirges», unas temibles criaturas aladas con forma de harpías o lechuzas que se alimentaban de la carne de bebés.
Circe, la hechicera de la mitología griega, era una especie de bruja capaz de transformar a sus enemigos en cerdos. Así era también su sobrina Medea. El mundo antiguo fue, pues, responsable del establecimiento de una serie de figuras retóricas que en los siglos subsiguientes serían asociadas a las brujas.
Sin embargo, no fue hasta comienzos del Renacimiento que nuestra percepción moderna de las brujas se formó realmente. Y un hombre de esa época hizo más que ninguno para definir la forma en que todavía nos imaginamos a las brujas: el pintor y grabador Alberto Durero.
Doble problema
En un par de grabados enormemente influyentes, Durero determinó lo que se convertiría en el estereotipo de la apariencia de una bruja.
Por un lado, como en «Las cuatro brujas» (1497), podía ser joven, atractiva y ágil, capaz de cautivar a los hombres. Por el otro, como en «Bruja montando una cabra al revés» (circa 1500), podía ser vieja y abominable.
Este último grabado mostraba a una vieja bruja desnuda sobre una cabra con cuernos, símbolo del demonio. Tiene ubres caídas por senos, una boca abierta por la que da alaridos e impreca y unas hilachas de cabello que apuntan en la dirección en la que se mueve de forma innatural (un signo de sus poderes mágicos). Incluso blande una escoba. He aquí a la matriarca de las brujas que hoy encontramos en la cultura popular.
Para los historiadores del arte, no obstante, la pregunta clave es de dónde sacaron los artistas del Renacimiento el modelo de esta visión espeluznante. Una teoría es que Durero y sus contemporáneos se inspiraron en la personificación de «Invidia» («Envidia»), tal como la concibió el artista italiano Andrea Mantegna (1431-1506) en su grabado «La batalla de los dioses marinos».
«La figura de Envidia de Mantegna creó en el Renacimiento la idea de que la bruja era una vieja harpía», explica la artista y escritora Deanna Petherbridge, una de las curadoras de la exhibición del Museo Británico.
«Invidia era macilenta, sus pechos ya no servían para nada, lo que explica por qué sentía envidia de las mujeres y atacaba y se comía a los bebés. Frecuentemente tenía serpientes en la cabeza en lugar de cabello», señala.
Un buen ejemplo de este tipo de bruja puede verse en un grabado italiano extraordinariamente intenso conocido como Lo Stregozzo («La procesión de la bruja», 1520). En él, una malévola bruja con la boca abierta, el cabello en desorden y ubres secas agarra un caldero humeante y monta un esqueleto monstruoso y fantástico. Su mano derecha enfila hacia la cabeza de un bebé de una pila de infantes a sus pies.
Este grabado se produjo durante la «era dorada» de la imaginería de brujas: los tumultuosos siglos XVI y XVII, cuando los despiadados juicios por brujería convulsionaban a Europa (el punto máximo de la caza de brujas se produjo entre 1550 y 1630).
Como resultado hubo una efusión de símbolos asociados a la brujería brutalmente misóginos, mientras que los artistas aprovechaban la invención de la imprenta para diseminar el material rápida y ampliamente.
«La brujería está ligada a la revolución de la imprenta», explica Petherbridge.
Para el siglo XVIII las brujas ya no eran consideradas una amenaza. En cambio, se las entendía como ideas supersticiosas de campesinos. Pero eso no disuadió a grandes artistas como Goya de pintarlas.
Los «Caprichos», la colección de 80 grabados de Goya desde 1799, emplea brujas, duendes, demonios y monstruos como instrumentos de sátira.
«Goya utiliza la brujería metafóricamente para señalar los males de la sociedad», dice Petherbridge. «Sus dibujos se refieren en realidad a cuestiones sociales: codicia, guerra, la corrupción del clero».
Escoba con vista
Goya no creía literalmente en las brujas, pero sus grabados siguen estando entre las imágenes más potentes que se hayan hecho nunca sobre brujería.
El grabado número 68 de Los Caprichos es especialmente memorable: una bruja marchita le enseña a una más joven y atractiva cómo volar sobre una escoba. Las dos están desnudas y el dibujo seguramente pretendía ser procaz, por el uso del verbo «volar» como un coloquialismo para referirse al orgasmo.
Por la misma época estaba de moda entre artistas que trabajaban en Inglaterra representar escenas teatrales de brujería.
El artista nacido en Suiza Henry Fuseli, por ejemplo, hizo varias versiones del momento en que Macbeth se encuentra por primera vez a las tres brujas en el brezal.
Para entonces, sin embargo, el arte de la brujería estaba en declive. Carecía de la extraña fuerza imaginativa que había insuflado el género en siglos anteriores.
En el siglo XIX los prerrafaelitas y los simbolistas se vieron atraídos por igual a la figura de la bruja, a la que reasignaron el rol de la mujer fatal. Pero podría argumentarse que su siniestra seducción pertenece más al reino de la fantasía sexual que del arte.
La constante a través de la historia del arte de la brujería es la misoginia. Como mujer, ¿cómo hace sentir esto a Petherbridge?
«Al principio, cuando miraban las imágenes, me afectaban mucho porque son muy discriminatorias», dice.
«Pero ya no me espantan; creo que las salvan el exceso, la sátira y la invención. Con frecuencia los artistas se sentían atraídos a estas escenas porque tenían drama. Eran libres de extender sus alas y crear toda clase de imágenes estrafalarias», añade.
«Es verdad que estas escenas representan la demonización de las mujeres. Pero muchas veces están ligadas a una crítica social. Las brujas son los chivos expiatorios en los que se proyecta la maldad de la sociedad».
Alastair Sooke es crítico de arte del periódico The Daily Telegraph
Fuente:BBC MUNDO