No vale nada la vida.
La vida no vale nada, cantaba José Alfredo. Y no era una profecía del México del 2014. Pienso que el gran poeta ranchero se refería más bien a las desdichas de la vida, los desamores, las borracheras con tequila y las subsecuentes crudas. Pero creo que jamás le hubiera pasado por la mente que en la realidad del México de hoy, la gente pueda desvanecerse y reaparecer enterrada en un paraje solitario, como si literalmente se los hubiera tragado la tierra. Porque en el México de hoy, la vida no vale nada.
A un mes de la desaparición de 43 normalistas de Ayotzinapa por órdenes del alcalde con licencia, alcalde prófugo o ex-alcalde –usted escoja el mote- de Iguala José Luis Abarca, quién según nos hemos ido enterando por los medios contaba con muy pocos amigos (solo falta que lo niegue su mamá) y de su esposa María de los Ángeles Pineda, que era como la mano que mece la cuna y la que en realidad llevaba los pantalones en la casa y el ayuntamiento, la frase del gran José Alfredo cobra mayor relevancia. Los estudiantes no aparecen; tras su rastro, otros muertos que nadie buscaba surgen de la tierra; de los autores intelectuales, hoy quizá en alguna playa del Caribe, ni sus luces; y el gobierno parece apostar a que surja el video de algún diputado en una orgía que provoque la creación de cientos de memes en las redes sociales o de algún otro escándalo que nos haga darle vuelta a la página como si nada hubiera pasado.
Y si fuera solo Iguala. Pero también está Tlatlaya, donde todo indica que militares prácticamente fusilaron a un grupo de delincuentes con los que se enfrentaron y que se habían rendido. Está el estudiante de la UDG fallecido durante el Festival Cervantino, de quién las autoridades dicen que se cayó de un techo y sus compañeros dicen que la última vez que lo vieron había sido levantado por la Policía sin razón alguna. Y están los muertos de diario, los que nos desayunamos todos los días al escuchar las noticias, acompañados de nuestra taza de café, a los que ya nos acostumbramos, a los que vemos como cosa normal, a las víctimas colaterales que venimos cargando desde el sexenio pasado.
La vida no vale nada porque no hay culpables, todo es causa de las circunstancias y de la perspectiva: si alguien fue asesinado al estilo del crimen organizado el enfoque es que se lo merecía porque andaba en malos pasos, la muerte se justifica de facto y no importa si no aparece el asesino. Si una mujer es violada y asesinada, la misoginia nos indica que seguramente traía la falda muy corta, por lo tanto es culpable de provocar a su victimario. Aunado a esto la capacidad de las autoridades para ejercer justicia es nula. No hay orden ni concierto. En el caso de los desaparecidos, los partidos encontraron la forma de hacer su agosto, se culpan unos a otros mientras que el verdadero culpable, a quien todas las policías y los militares deberían de estar buscando, parece que se ha ido para nunca más volver.
La vida no vale nada. Un gobierno incapaz de dar seguridad a sus ciudadanos es un gobierno fallido, sea municipal, estatal o federal.
Y no vale nada la vida porque también nosotros de alguna manera hemos fallado. Vivimos en una democracia que no ejercemos, porque su ejercicio no es solo salir a votar un domingo de julio y regresarnos a la casa a ver el futbol; no es solo protestar cuando el presidente comete una burrada o poder reírnos de él porque no habla inglés. Ejercer la democracia es también no alimentar la impunidad, respetar las reglas, las leyes, el orden, porque elegimos gobernantes no solo para que nos pavimenten las calles o coordinen la recolección de basura. Los elegimos también para que administren las leyes que nos rigen y que, en teoría, si se respetan y se sancionan debidamente, deberían ser la base de una sociedad sin muertos surgiendo de la tierra.
¿Hasta a donde hemos llegado? Nuestro presidente dice que la corrupción es parte de nuestra cultura. Parece que para ser muy mexicano aparte de comer mucho chile e irle a Selección Nacional, hay que violar la ley y darle una mordida a la policía. Solo en un país que vive y se alimenta de la impunidad puede haber 70,000 muertos en un sexenio y no pasar absolutamente nada. Pueden morir 49 niños en una guardería y todos muy tranquilos. Puede tragarse la tierra a 43 estudiantes y la vida seguir igual. Porque esto es México.
Donde la vida no vale nada.
Saúl Mendoza.